El paso de comedia que dieron en Washington Magdalena Ruiz
Guiñazú y Joaca Morales Solá fue a todas luces un sainete. Una ridiculez de las
que no se vuelven. Penoso momento para 2 autoproclamadas glorias del periodismo
argentino. La indigencia argumental que expusieron en los 20 minutos de gloria
que les tocó se pareció más una catarsis de como un sector de la sociedad
argentina escruta el comportamiento de cierto periodismo y particularmente los
dos personajes delegados en la CIDH. Se mostraron fastidiados de cómo son
tratados pero nunca pudieron acreditar que sus derechos se encuentren
vulnerados.  La hipocresía y el cinismo
de los dos supuestos agraviados los hizo caer en el patetismo. Se colocaron
medallas que no les pertenecen,  de
impugnadores de la dictadura y defensores de los derechos humanos durante el
terrorismo de estado vigente en la Argentina entre 1976/1983, lo que es una
cuestión muy más alejada de la verdad histórica, solamente con repasar los
registros de la época se puede establecer con claridad cuál fue el rol de estos
sujetos durante la etapa más trágica de los últimos 40 años en el País. Los dos
fueron voceros procesistas. Los dos justificaron el golpe. Los dos silenciaron.
Los dos fueron voceros del régimen, pagos o no, pero lo fueron. Los dos
cultivaron una connivencia espuria con los militares y sus colaboradores.
Ninguno de ellos denunció un solo atropello a los derechos violados de miles de
personas, seguramente por ese oportunismo serial que esta clase de escoria
social constantemente tratan de acomodar el cuerpo según salga el sol, en la
decadencia del proceso y en los albores de la democracia, han salido,
tadíamente, muy tardíamente, a ponerse en un lugar que los les correspondía. La
conocida cercanía de Ruiz Guiñazú con el vocero de Alfonsín, Juan Ignacio
López, hizo viable su llegada a la Conadep, además había que contar con algún
figurón arrepentido del régimen para legitimar los primeros pasos contra la
dictadura, lo que no obvió que fuese impugnada por Osvaldo Papaleo que le cuestionó
autoridad moral para estar en esa Comisión, ella renunciara y el propio
Alfonsín la confirmara. Es decir, que nunca fue alguien que pudiera acreditar
con solvencia que no estaba contaminada por las horas de plomo.  Con el caso Joaquín Morales Solá solo hay que
remitirse al registro de sus columnas en Clarín por esos años. Lo que escribió
habla por sí mismo y no hace falta recurrir a ningún atajo para llegar a la
hoja de ruta que recorrió por esos años siempre cerca de los uniformes, por los
que siente devoción. Entre los sesenta y pico de uno y la ancianidad de la
otra, testigos y de alguna manera parte de esa etapa trágica de la que nunca
pudieron desprenderse aún con los silencios que dan que hablar siempre, se
sentaron en la CIDH – a la que seguramente defenestraron en su paso por la
Argentina en 1979 – a hablar de sus frustraciones personales lo que fue
señalado por la propia relatora de la Comisión. Morales Solá evidenció un
enorme resentimiento personal y Ruiz Guiñazú ni siquiera pudo responder si no
era considerable una forma de expresión de un sector de la sociedad que la  ve aún hoy cómplice por omisión desde su
lugar de “periodista” el haber acallado lo que miles de familias padecían por
esos años. Traducido en limpio: Porque no fueron a la CIDH en aquellos años?
Morales Solá hizo una referencia a su historia personal, dice vivir agravios en
la calle, habló del odio pero omite el odio que destilan sus columnas y loque
el que alimenta desde el privilegiado lugar que ostenta. Es decir se ponen, ambos,
en un lugar que no les corresponde en un estado democrático: Juzgar,
anatemizar, estigmatizar, apostrofar pero no soportan la réplica. Extrañan
aquella época en que podían decir y escribir cuanto quisiesen y ser
absolutamente impunes como verdad revelada. 
Hace rato, mal que les pese a los dos impugnadores del
proyecto abierto el 25 de Mayo de 2003, las ventanas están abiertas de par en
par. Entra aire y se respira mejor.  Y
así como hubo ejecutores crueles también hubo auspiciantes. Y serviles. Una y
otro lo fueron, mal que les pese la historia personal. 
En fin, dos pobres tipos que dieron vergüenza ajena. Traer el
incomprobado caso Fontevecchia, que siempre orilló entre la farsa y a cosa
turbia, y jamás pasó de la parodia fue el manotazo de ahogado de un impotente. 
Lo del primo Carrió ni merece análisis. Fue a pedir más
plata, esa fue toda su intervención como referente de una ONG de derechos
Civiles. Nada. Una pelotudez – con rango de opereta -  que lo único que hizo fue hacer  gastar saliva y recursos para contraponer lo
obvio. 
 
 
No hay comentarios:
Publicar un comentario