
Siempre lo trataron como un segundón, como el creador de la Bandera y nada más, que se inspiró en los colores del cielo para darle identidad a un país naciente, sin saber a ciencia cierta a que destino se enfrentaba. Pero el abogado porteño al que las circunstancias hicieron general y le dieron el mando del Ejército del Norte no cejó en la prédica de un territorio indivisible, de un solo y gran país que pudiese forjar su grandeza conteniendo a las Provincias Unidas y rechazaba el centrismo portuario que solo tenía mirada para Europa. Discutidisíma su propuesta de establecer una monarquía como forma de gobierno, más discutida aún esa peregrina idea de que el monarca fuese un descendiente del Inca. La historia no puede descontextualizarse, es el hombre y su circunstancia pero en ese gesto de Belgrano también puede interpretarse la reparación unida a la profundidad de las raíces de los pueblos del Norte que llegó a conocer mucho mejor que los señores de Buenos Aires que se desesperaban por un príncipe en decadencia pero europeo. Comparadas las dos propuestas, soslayando la constitución de la República, la de Belgrano aparece como mucho más genuina y mucho más próxima a los pueblos que lo acompañaron en ese recorrido hacia la libertad, dejando vidas y bienes. El vencedor de Salta y Tucumán, como dice la historia mitrista, el derrotado en Ayohuma, también hombre de su tiempo que murió pobre y olvidado, como también se cronica, tuvo el gesto ético de dejar que las acreencias del Estado Argentino con su desempeño militar fuesen destinados a la construcción de escuelas, en Salta y Tucumán, no en Buenos Aires sino allá donde descubrió que esos hombres y esas mujeres eran la Patria.
 
 
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