El verano, siempre sediento de notas, deja sus perlitas y así en medio de la ausencia de grandes hechos pululan y resucitan personajes a falta de noticias. El caso es del decadente Gerardo Sofovich es uno de ellos; entre copas y casino en Punta del Este, el anciano estafado  en sus propias narices por su ex mujer hace 3 veranos en Villa Carlos Paz - tumba por otra parte de sus puestas en escena porque el fracaso de su última obra fue lastimosa a todas luces se presenta como un disidente exiliado y mueve a risa compasiva. El, un colaboracionista de la dictadura, una lacra que tenía impunidad para ofrecer sus productos berretas de tetas y culos en pleno momento de oscurantismo cultural y de terrorismo de estado, mientras decenas de artistas estaban proscriptos, exiliados, amenazados él gozaba de los tratos con los jerarcas del régimen a quienes les ofrecía obcenamente su mercadería de gatos,  opinando de que vivimos en una dictadura porque se le acabó su cuarto de hora y ya no puede medrar con los recursos públicos como bien lo hizo durante el menemismo y su paso destructivo por canal 7 , como interventor. En una sonada pelea con Perfil desde su programa en Canal 7, Sofovich atendía la homosexualidad de Jorge Fontevecchia, hace varios años en esa suerte de revoleo de medias al que está tan acostumbrada la farandulería criolla, paradojas del oposicionismo porque el ex interventor menemista se expresa por Perfil. 
Sofovich interpreta a la derecha vacua y egoísta, esa clase de personajes irascibles que defienden sus miserias como virtudes, exigen una libertad en abstracto pero ejercen la intolerancia y el autoritarismo con quienes no piensan como ellos. No les importa un país para los que menos tienen solo les importa como hacer negocios impunemente y desde esa lógica se plantean que la democracia que transitamos es una dictadura porque,  en verdad añoran aquella dictadura en la que les iba muy bien mientras millones estaban silenciados por imperio del estado de sitio, ilegal e ilegítimo. Sobre esa añoranza se paran corruptos como María Julia Alsogaray que expresa claramente la banalidad y la vanidad de esa época y sus valores distorsionados como proyecto individualista con pretensiones de ser impuesto como modelo de vida colectivo.
La lógica en la que se mueven, la clase de valores que predican, el descompromiso absoluto con cualquier reivindicación de causas justas para las mayorías los dejan al descubierto fácilmente. Son lacras. Peronajes ignominiosos. Oscuros. Ladris sin más convicciones que sus propios bolsillos y carteras. Pero representan la expresión de un sector que mueve esas banderas por ilógico que parezca.
 
 
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